Las víctimas asesinadas en la tapia de Torrero procedían, sobre todo, de pueblos de las comarcas orientales de la región, pero también de lugares como Zuera, Épila, Gallur, Uncastillo o Torres de Berrellén.
En la ciudad de Zaragoza se asesinó al 32% de las víctimas habidas en todo Aragón, muchas de ellas en las tapias del cementerio de Torrero.
El proceso represivo que culminaba en la tapia de Torrero tenía varias etapas previas. De este modo, una vez dictada sentencia de muerte, los reos eran trasladados a la planta baja de la prisión de Torrero, donde estaban las celdas para los condenados a la pena capital y para los incomunicados. Aunque se dieron órdenes para que fueran tratados con «benignidad», hasta el cumplimiento de la sentencia permanecían completamente aislados y sólo podían recibir visitas del capellán y del médico de la cárcel.
Cuando se tenía noticia de que iba a haber una «saca», esto es, cuando se iba a sacar a algún condenado para ejecutarlo, la noche anterior todo era inquietud entre los presos: en medio de la angustia nadie podía conciliar el sueño, no se sabía quién sería sacado con destino a la tapia de Torrero. Como recordaba Ramón Rufat Llop, testigo de muchas de las sacas ocurridas durante el tiempo en que permaneció preso en Torrero (noviembre 1939-mayo 1942), «todo el empeño de los condenados era saber cuántos tenían que sacar la mañana siguiente y quiénes eran los desgraciados», ya que «la verdadera psicosis del condenado estaba saber de antemano la hora de su muerte». Cuando había varios días seguidos de «sacas», en el lenguaje carcelario se hablaba de la existencia de una «ofensiva»; en 1940 solía haber «sacas» todos los lunes.
De madrugada, llegaba a Torrero una motocicleta militar con la notificación oficial de que ya podía comenzar la «saca». Poco después, lo hacían el Comandante de día de la plaza, el oficial que tenía que mandar el piquete y uno o varios camiones que trasladaban a la fuerza armada que debía de formar el pelotón de ejecución. Alrededor de la prisión de Torrero se desplegaba una fuerza de Caballería «que salía para servicio de protección y por si algún reo tenía el valor de escaparse atado y todo» .
Tras la llegada del Juez de Ejecuciones se desencadenaban los acontecimientos: se abrían las puertas de los rastrillos carcelarios y los fríos cerrojos, se iba a la galería de los condenados y el Jefe de Servicios de la prisión, pistola en mano, leía los nombres con un imperativo «¡Vístase!», para acto seguido amarrar al reo y llevarlo ante el juez militar, quien les notificaba la inminente ejecución de la sentencia. Se pasaba entonces al reo a la sala de jueces, donde se le ofrecían auxilios espirituales, y se celebraba una misa a «marchas forzadas», «una media hora de silencio terrible» para el resto de los presos.
Tras la misa, se ponía en marcha la comitiva hacia el lugar donde iba a tener lugar la ejecución, la tapia trasera del Cementerio de Torrero. Los condenados eran conducidos en un coche celular o en un camión en compañía de los capellanes de la prisión y escoltados por varios guardias civiles. La comitiva la formaban, además, otros autos con el personal oficial que debía presenciar la ejecución: el Juez militar de ejecuciones, el Director y el médico de la cárcel, además de algún representante de la Policía y, en ocasiones, de la Falange. Acudían asimismo varios miembros de la Hermandad de la Sangre de Cristo, para recoger los cadáveres de los ejecutados y trasladarlos al cementerio.
Un trágico final: La tapia del cementerio de Torrero
La tapia trasera del Cementerio de Torrero, que entonces era el límite del camposanto, era el lugar de las ejecuciones. Según anotó fray Gumersindo de Estella en sus Diarios, desde el 6 de noviembre de 1939 fue revestida «levantando una larga tapia de tablones de más de dos metros de altura. Y entre esta tapia y la valla quedaba un espacio de un metro que había sido rellenado de tierra, para evitar que las balas rompieran los ladrillos» puesto que, en ocasiones, «algunas alcanzaban a los ataúdes de los nichos del cementerio». Además, «para sarcasmo de la ciudad, y del país entero, esta cuadrícula tétrica con alambrada estaba presidida a pocos metros por el busto de Joaquín Costa, monumento elevado sobre su tumba en la parte del cementerio reservada a los hombres laicos que morían sin confesión».
Los reos eran colocados junto a la tapia forrada de tablones, generalmente de espaldas al pelotón, con el piquete de fusilamiento situado a cinco pasos. Los capellanes ofrecían besar un crucifijo a quienes lo desearan. Quienes lo hacían eran absueltos.
Tras la ejecución, los capellanes absolvían a los agonizantes y, tras recibir el tiro (o tiros) de gracia por parte del oficial que mandaba el piquete de ejecución, les daban la Santa Unción. Acto seguido, el médico de la prisión de Torrero comprobaba que los reos estaban fallecidos, los miembros de la Hermandad de la Sangre de Cristo recogían los cadáveres en el furgón y los llevaban al depósito.
En recuerdo de estos trágicos hechos, en 2010 se inauguró en el Cementerio de Torrero un memorial que recuerda a las 3.543 personas asesinadas en Zaragoza desde los primeros días del golpe de Estado hasta agosto de 1946. Las víctimas, de entre 13 y 84 años de edad, procedían de 322 municipios españoles.